A pocos metros de la primera fila de butacas
se levanta un alto tabique negro con dos puertas que pasan casi desapercibidas.
Los actores se mueven por un pequeño escenario, algo claustrofóbico, que
alberga el primer acto de la función.
Oscilan entre el catalán y el castellano, entre la “terra alta” y
profunda y la urbe en pleno crecimiento olímpico. Pero en el momento más
inesperado –cuando ya habías descartado esa posibilidad– las historias se
juntan, el escenario se abre y los actores nos invitan a instalarnos en una
plaza de pueblo, iluminada con bombillitas de colores, dando paso al segundo
acto.
Así empieza la segunda parte de esta historia
que, creo, pretende hablar de “autóctonos” y “forasteros”. Y es que esta historia
catalana, que sitúa la acción paralelamente en un pueblo perdido del Pallars y
en el barrio de la mina, que habla de catalanes de cuna y de castellanos
afincados en cataluña, en realidad está encarando la cuestión de la convivencia
entre los pueblos, entre las personas. Jordi Casanovas sitúa a sus personajes
en este entorno porque es el mundo que él conoce, pero un aire de universalidad
hace que el espectador atento pueda pensar en cualquiera de los miles de
conflictos que se han dado entre pueblos y los que se siguen dando.
Casanovas consigue explicitar la actitud
defensiva que ponemos en marcha ante la alteridad de una manera sencilla pero
efectiva. Unos se alejan de los “castellanos” y los otros lo hacen de sus
propios vecinos, gente igual de catalana que ellos mismos. El problema, pues,
no es la lengua, la cultura ni el origen.
Quizá estaría bien dejar de reivindicar el
“yo” para empezar a reivindicar el “nosotros”. Sí, yo soy “yo” en relación al
otro, pero no tiene por qué ser en oposición puede ser perfectamente en armonía,
en conexión, en cooperación.
En este sentido, probablemente, sea una
lástima que el personaje de “el otro catalán”, el emigrante castellano que
siente la ciudad tan suya como el mejor burgués, esté representado por un camello
enganchado a la heroína, un ladrón que decide invertir en la construcción. Es
innegable que este perfil representa perfectamente aquel momento de euforia
constructora, pero de alguna manera la idea de rechazo al otro sólo por su
origen, por ser diferente, queda difuminado. El espectador puede entender
perfectamente que la joven hija del constructor Amat rechace a un asesino como
posible marido, más allá de su procedencia o de su idioma. Pero quedarme sólo
aquí sería simplificar un personaje y una trama que creo que tiene más de un
acierto, por más que pueda encontrarle esta pega.
Como he dicho, este personaje –tan conocido
por toda la sociedad española– que Andrés Herrera nos regala con una
autenticidad pasmosa que probablemente sólo él puede lograr, hace que nos
cuestionemos la idea de correcto o incorrecto, la bondad o la maldad, la ética
que se espera de nosotros o que nosotros esperamos de los demás. Él no niega
sus actos, es ladrón, drogadicto y tiene algún muerto sobre su espalda. Intenta
cambiar –dice– pero no lo hará nunca por más que aprenda catalán por las
mañanas e inglés por las noches. Pero ¿qué pasa con los burgueses de despacho,
con los políticos que roban millones de dinero público? Ellos no matan a
personas, es verdad, pero matan los sueños de muchísima gente, dejan que
barrios enteros vivan en el umbral de la miseria y tengan que hacer equilibrios
para sobrevivir. Puede ser que algún día acaben enganchándose a la heroína por
su vida de mierda o no tengan trabajo ni dinero para comer y acaben robando un
banco, la cosa se complique y... pum! Una muerte que arrastrar.
Una anhelada generosidad marca el código del
espectáculo. La generosidad de un creador que trata de hablar de otras cosas y
que explora nuevos caminos para explicarlas. Un cierto malabarismo en el que
creo se debería de basar el teatro que viene. La generosidad de unos actores
que sin tener un trabajo cerrado salen a escena a entregar aquello que han
creado hasta el momento. Continúan trabajando los tramos confusos cada día,
siguen buscando sin pudor, con entrega, rigor, con aquellas ganas de dar lo
mejor. Como si de alguna manera la opción teatral de Jordi Casanovas fuese
también en la dirección de un teatro que se hace conjuntamente entre el “yo”
(la compañía) y el “otro” (el público). Gracias por la cerveza, por la fiesta,
por el teatro, por la vida.
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