martes, 21 de junio de 2011

Llego al teatro cargada de prejuicios: ¿Una història catalana? Si yo ni soy catalana, ni creo en los patriotismos –de ningún tipo–. Pero mis prejuicios son disipados al sentarme en mi butaca. El autor i director de este bombón, que nos ofrece estos días la cartelera barcelonesa, nos advierte que ni él mismo sabe qué es ser catalán exactamente. Me deja más tranquila, más receptiva a aquello que quiera explicarme, saber que el diálogo que se establecerá en breves momentos entre ellos y nosotros está (de entrada) a la altura de mis expectativas.

A pocos metros de la primera fila de butacas se levanta un alto tabique negro con dos puertas que pasan casi desapercibidas. Los actores se mueven por un pequeño escenario, algo claustrofóbico, que alberga el primer acto de la función.  Oscilan entre el catalán y el castellano, entre la “terra alta” y profunda y la urbe en pleno crecimiento olímpico. Pero en el momento más inesperado –cuando ya habías descartado esa posibilidad– las historias se juntan, el escenario se abre y los actores nos invitan a instalarnos en una plaza de pueblo, iluminada con bombillitas de colores, dando paso al segundo acto.

Así empieza la segunda parte de esta historia que, creo, pretende hablar de “autóctonos” y “forasteros”. Y es que esta historia catalana, que sitúa la acción paralelamente en un pueblo perdido del Pallars y en el barrio de la mina, que habla de catalanes de cuna y de castellanos afincados en cataluña, en realidad está encarando la cuestión de la convivencia entre los pueblos, entre las personas. Jordi Casanovas sitúa a sus personajes en este entorno porque es el mundo que él conoce, pero un aire de universalidad hace que el espectador atento pueda pensar en cualquiera de los miles de conflictos que se han dado entre pueblos y los que se siguen dando.

Casanovas consigue explicitar la actitud defensiva que ponemos en marcha ante la alteridad de una manera sencilla pero efectiva. Unos se alejan de los “castellanos” y los otros lo hacen de sus propios vecinos, gente igual de catalana que ellos mismos. El problema, pues, no es la lengua, la cultura ni el origen.

Quizá estaría bien dejar de reivindicar el “yo” para empezar a reivindicar el “nosotros”. Sí, yo soy “yo” en relación al otro, pero no tiene por qué ser en oposición puede ser perfectamente en armonía, en conexión, en cooperación.

En este sentido, probablemente, sea una lástima que el personaje de “el otro catalán”, el emigrante castellano que siente la ciudad tan suya como el mejor burgués, esté representado por un camello enganchado a la heroína, un ladrón que decide invertir en la construcción. Es innegable que este perfil representa perfectamente aquel momento de euforia constructora, pero de alguna manera la idea de rechazo al otro sólo por su origen, por ser diferente, queda difuminado. El espectador puede entender perfectamente que la joven hija del constructor Amat rechace a un asesino como posible marido, más allá de su procedencia o de su idioma. Pero quedarme sólo aquí sería simplificar un personaje y una trama que creo que tiene más de un acierto, por más que pueda encontrarle esta pega.
Como he dicho, este personaje –tan conocido por toda la sociedad española– que Andrés Herrera nos regala con una autenticidad pasmosa que probablemente sólo él puede lograr, hace que nos cuestionemos la idea de correcto o incorrecto, la bondad o la maldad, la ética que se espera de nosotros o que nosotros esperamos de los demás. Él no niega sus actos, es ladrón, drogadicto y tiene algún muerto sobre su espalda. Intenta cambiar –dice– pero no lo hará nunca por más que aprenda catalán por las mañanas e inglés por las noches. Pero ¿qué pasa con los burgueses de despacho, con los políticos que roban millones de dinero público? Ellos no matan a personas, es verdad, pero matan los sueños de muchísima gente, dejan que barrios enteros vivan en el umbral de la miseria y tengan que hacer equilibrios para sobrevivir. Puede ser que algún día acaben enganchándose a la heroína por su vida de mierda o no tengan trabajo ni dinero para comer y acaben robando un banco, la cosa se complique y... pum! Una muerte que arrastrar.

Una anhelada generosidad marca el código del espectáculo. La generosidad de un creador que trata de hablar de otras cosas y que explora nuevos caminos para explicarlas. Un cierto malabarismo en el que creo se debería de basar el teatro que viene. La generosidad de unos actores que sin tener un trabajo cerrado salen a escena a entregar aquello que han creado hasta el momento. Continúan trabajando los tramos confusos cada día, siguen buscando sin pudor, con entrega, rigor, con aquellas ganas de dar lo mejor. Como si de alguna manera la opción teatral de Jordi Casanovas fuese también en la dirección de un teatro que se hace conjuntamente entre el “yo” (la compañía) y el “otro” (el público). Gracias por la cerveza, por la fiesta, por el teatro, por la vida.


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