miércoles, 11 de enero de 2012

El día 6 de enero a millones de niños les revolotea el estómago. Cuando se hace de día y abren los ojos, la ilusión y el miedo se apoderan de sus tripas. ¿Habrán venido los Reyes? ¿Les habrán dejado algún regalo? Este año yo me sentí como ellos. Tenía una cita importante, iba a ver una función especial. Cuando cayó la noche en el Versus Teatre se apagaron las luces y empezó la magia. Un cuento para mí. Una niña dulce empezó a hablar. No la atendí demasiado, sus ojos me tenían hipnotizada y su voz dejaba muy claro que esa noche íbamos a escuchar una historia de fantasía, de sueños.

Así que todo eran sueños esa noche. El sueño de unos jóvenes actores que presentan su primer espectáculo en la cartelera barcelonesa, el sueño de la protagonista de esta obra que prefiere dormir a vivir y el mío, el de ver una buena historia.

Siento que así fue y sin embargo no consigo explicarme. Me atraganto con las palabras y se me cruzan obstáculos en los que me tropiezo. Y es que creo que me pasó lo mismo que me pasa con el gazpacho. Me explico: A mi el gazpacho me gusta solo, sin tropezones. Lo adoro. Es refrescante, intenso, energético, divertido y aterciopelado, pero si un cuadradito de verdura crujiente se cruza en mi camino… Me muero de rabia! Algo parecido me pasó con la obra que fui a ver al Versus, fue como disfrutar de un excelente gazpacho en un caluroso día de verano… pero tenía tropezones.

Habían logrado lo más difícil, una bonita historia que contar. Lo más fácil, en algún caso, se les había ido de las manos. Un parche en el ojo que ni se explica, ni se entiende; tropezón. Una pintora que es pintora porque ella lo dice; tropezón. La falta de concreción en la relación con el público; tropezón. Olvidarse de que no están actuando, están interpretando; tropezón.

Me vais a perdonar, pero cada día soy más exigente como espectadora. Se que no es fácil lo que pido, pero cada vez me interesa más el teatro que busca y se autoexige el presente, el vivir cada cosa en ese preciso momento, aunque por ello se equivoque. Prefiero eso, antes que ver otra obra “bien hecha” que acepta la falsedad como código teatral –de la misma manera que un chico con colorete era Julieta en el teatro isabelino–. Prefiero el error, si viene de la honestidad de construir en presente todo aquello que se dice. Para mi el teatro no es actuación, sino interpretación de unas palabras que cuentan una cosa muy concreta y particular; que nacen de una necesidad y no de un estado. Quiero ver historias de verdad, explicadas desde el presente, aquí y ahora.

El Cuadro o el principio del fin se ha acercado mucho. Es una buena historia a la que solo le falta que todos sus actores asuman las palabras que están diciendo, que apechuguen con la fuerza de lo que nos están contando. Una bonita fábula que aún se queda tras el marco que encierra toda la escenografía.


Han confiado en el texto. Claro, es ingenioso, fresco, rotundo, maduro y actual. Han confiado en su director, y eso que no proponía un código fácil. Pero les falta confiar en lo que ellos mismos han generado. Fuera preocupación. Los personajes pueden estar encerrados en un cuadro, pero como actores ojala hubiesen dado ese paso que les falta para saltar al patio de butacas y conseguir meterse en nuestro corazón, en nuestras tripas, en nuestros labios, en nuestra garganta.

Esto se hace más evidente en el personaje de Julia, nuestra Cicerone. Como espectadora, quiero ser su cómplice. Pero para eso necesito que ella tenga claro por qué dice lo que dice, a quién se lo dice. Cuál es la necesidad de decir todo eso a esas personas a las que no conoce. Desde dónde nace ese largo monólogo de Julia.

Esa joven actriz tiene un hermoso reto en sus manos y le invito a que se equivoque cada noche si es preciso, pero que no pierda la oportunidad de sentir que habla con alguien, por algo y para algo. Un instante la vi viva, cuando se permitió entrar en el cuadro y dejarse mojar por lo que sucedía a su alrededor. La lástima fue que sucediera al final de la obra. Cuando las tres hermanas aparecen ya no queda mucho más tiempo.

Aún así –recupero mi metáfora– el gazpacho estaba bueno y era complicado. El universo que Mañas ha establecido apuesta por el histrionismo y el elenco de El Cuadro logra encajar en ese mundo de la mejor manera: conservando todos ellos su carácter, aquello que los hace auténticos. Los hay que los ves y dices: “a éste, esta obra, le va como anillo al dedo!”, es verdad. Pero todos han conseguido andar en una misma dirección y convertir su taller en un espectáculo.

Así que deseo casi cumplido. Alex Mañas, el autor de El cuadro o el principo del fin, me regaló esa noche reflexiones que me interesan, pensamientos que también rondan por mi cabeza, situaciones sobre las que quiero pararme y observar -y si me da tiempo, pensar-. Vivimos vidas subidos en Ferraris, pasamos por las cosas a toda velocidad y el mercado nos permite cambiar todo aquello que no nos gusta. Te lo cambian o te devuelven el dinero. Pero toda esa velocidad puede pararse en seco cuando nos encontramos ante una realidad que no nos gusta en medio de nuestro camino. Se nos impone y allí estamos nosotros, paralizados, porque eso es lo único que no podemos cambiar. ¿Inventarnos realidades paralelas, como hace Julia, es la solución para escapar de la verdad? Parece que soñar, es lo único que podemos hacer.

Alex pinta de un modo particular la depresión de esta joven aferrada a la inocencia de manera ya absurda. Dibuja a una especie de Alicia escondida en su mundo de maravillas en el que, como la canción de The Chordettes, el sueño tiene el poder de arreglarnos el mundo, así que por qué no pedirle a Mr. Sandman un sueño.

¿Qué hacer cuando no te quiere quien tu quieres, o cuando no te quieren como tu quieres? ¿Cómo gustarte cuando tu vida se ha ido en una dirección que no era la que tú habías soñado? ¿Podemos decidir por otro si merece o no la pena seguir viviendo, o esa es una carga demasiado pesada para sostenerla una vez tomada la decisión? Tememos la idea de fracaso, de pérdida, de muerte, así que tratamos de esquivarla y salir airosos. Pero Mañas esta vez ha querido pararse sobre ella. Mirar de cara el miedo al fracaso, a no gustarse, a no querer seguir. Y por suerte lo ha hecho con un gran sentido del humor.

Foto: J. Martín Solesio Rodríguez.



1 comentarios:

  1. DESTACADOS (más allá de mi crítica):

    1. Una música muy bien puesta que apoya el viaje de la función sin llegar a subrayar. Gran hallazgo el Mr. Sandman, que se hace insustituible y a su vez aporta una dosis de autoironía maravillosa.

    2. Una escenografía poética, sensible, pero también rotunda y contundente. Lástima que el vestuario se haya despistado.

    3. La falta de preocupación de Mireia Farre es un regalo para especatdores como yo. Libre, fresca y expresiva al extremo sin muecas ni manierismos.

    4. La mezcla de realidad y poesia que han logrado entre Mañas y Vinyas en su tremenda borrachera. Ese instante de vuelo en el que revela lo que todos sentimos: que hemos perdido el hilo y nos vemos haciendo cosas que no nos apetecen con gente que no nos apetece.

    5. Por último llamar la atención sobre el pequeño diamante que construye en la oscuridad Joan Vall y Marta Ossó, un regalo para el espectador atento y sensible.

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