jueves, 8 de noviembre de 2012

La Pàtria es una obra que tiene el don de la oportunidad. Llega a la sala en pleno estallido del debate independentista. Eso, no es mérito del autor. Pero ponerse a escribir sobre ello, y hacerlo sin miedo sí lo es. Debatir abiertamente, dejar que opiniones diferentes se manifiesten y expresen sus diferentes (a veces incluso enfrentados) puntos de vista, sí lo es.

Se nota que somos de aquellos que todavía aplaudimos a la libertad de expresión. Celebramos que los años de censura quedaron atrás. O tal vez reconocemos el trabajo de una compañía de grandes actores que defienden, palabra a palabra, su historia. Es alentador asistir al momento en que El entrevistador (Francesc Orella) rompe con la convención de lo políticamente correcto y dice aquello que todos pensamos. O conmovedor el instante en que la mujer (Lluísa Castells) termina con su matrimonio pero no abandona a su marido, sigue creyendo en él.

Pero al salir del teatro me siento algo exhausta, no me encuentro satisfecha con lo que he visto. Tengo ganas de coger a Casanovas por el cuello de la camisa y gritarle a media voz: Por qué? Me siento un tanto defraudada, como la madre que espera lo mejor de su hijo. Yo esperaba al mejor Casanovas, aquel que pudo mirar a su alrededor y darnos una inteligente y personal postal de la Barcelona de nuestra generación –cómo hizo en Una historia catalana–. Un buen legado, casi un testimonio histórico, tratado con la individualidad de la poética de un autor que la convierte en única. Maduro, observador y suspicaz, pero sin renunciar al sentido del humor, a una cierta ligereza tan de agradecer en estos pesados días que corren. Pero no. Por qué?

La madurez se diluye en un discurso tan pasional que se vuelve naïf. La mirada del que observa distante está contaminada de prejuicios convertidos en tradición –o identidad nacional– y la suspicacia parece añadida a posteriori por la interpretación de los actores. El aplauso de gratitud hacia la capacidad de utilizar las plataformas culturales para decir –sin pelos en la lengua– aquello que deseamos, se apaga poco a poco. La fuerza que levanta a Orella del sofá, para acompañar tan honestamente aquel discurso, se diluye entre las tramas secundarias. Y es que parece que al final lo que lleva a Raventós a asumir el liderazgo, que por lo visto la ciudadanía reclamamos, es el eco de la última voluntad de su madre «Siguis l’home que el teu pare no va ser». La sombra de su padre se proyecta sobre sus decisiones y, más que una lucha por un proyecto social de país, estamos ante los deseos de superación de un hijo que trata de ser digno descendiente de su padre muerto. Lo que parecía que iba a ser el retrato de ese grito indignado que una parte del planeta compartimos, no es más que la voz de un hombre dejado llevar por la necesidad de aprobación de la figura ausente de su padre. La pasión, lo visceral, lo instintivo, despliega sus alas por el espectáculo y los argumentos pesados y hábiles para defender la causa –que los hay– reinan por su ausencia. Son ciertas decisiones de guión las que dificultan mucho ese salto a lo crítico, a lo inteligente, a aquello que –en definitiva– consigue que una obra se despegue del speach dogmático o tendencioso, de la moraleja, y adquiera ese vuelo metafórico que tanto reclamo desde esta butaca.

Un trabajo intenso, una propuesta llevada al final. Un texto que invita al debate y que muestra caras de una misma moneda. Pero también una ambición que se queda en anécdota.

Sigo con la metáfora y pienso que todavía no hemos entendido en qué consiste eso del matrimonio. No es por repartir culpas entre los hermanos, pero así lo pienso: La Gran Casa del Teatro se enamora de autores, se casa con ellos y les corta las alas. Nooo! Cuando amamos a alguien debemos dejarle ir, y venir, y volverse a ir. Podemos jugar a las casitas –jugar a las casitas esta bien–, pero también está bien desaparecer por las calles nocturnas y descubrir nuevos rostros, dejarse fascinar por ellos. Así, la vuelta a casa, tras el reflejo que te han devuelto las noctámbulas escapadas, resulta estimulante, interesante, excitante. No se trata de saltar de flor en flor, pues permanecer en la casita te permite construir sobre construido, sumar y subir cada vez más alto. Pero el que mucho abarca poco aprieta y no por mucho madrugar amanece más temprano. Tenemos cabezas preciosas y bocas interesantes y no hacemos más que estrujar a nuestros amantes, a nuestros artistas, por miedo a que se pasen de moda, a uqe termine la pasión. Pues señores, la pasión se trabaja!



David Ruano

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