domingo, 12 de febrero de 2012


Antes de ver el espectáculo, leo a Portaceli en el díptico. Por lo visto con esta obra quiere que pensemos en el mundo en que vivimos y lo que ha pasado con la sociedad, con el sistema. Los personajes de Gorki, tan claramente encajonados en la clase más desfavorecida de la Rusia zarista se convierten en metáforas de cualquier alma indigente de este mundo nuestro arrasado por el despiadado capitalismo.

Y esa es la reflexión que le interesa más a Carme y lo que realmente también me ha transmitido a mi: La dimensión de sentirse atrapados en un mundo que no quiere la bondad. Pero, por suerte, restan seres que, a pesar de todo, siguen conservando ilusión, esperanza, sueños, y si los escuchamos podemos contagiarnos.

Cuando se apagan las luces y empiezan Els Baixos Fons, olvido a Portaceli. La energía con la que arranca la función te coloca físicamente en un estado de alerta que no te abandona en las dos horas de espectáculo. Solo las pequeñas cápsulas de Dani Nel·lo y Jordi Prats consiguen insuflar un poco de aire con sus vientos –aparecen y desaparecen como demiurgos de esta sociedad o, quizás, como simples fantasmas voyeurs que, lejos de poder solucionar nada, solo les queda poner banda sonora a este horror que nos acompaña cada día–. Los actores suben y bajan, se tropiezan y se ensucian, y mientras tanto van hablando, van viviendo. Arroyadores, en una más que interesante propuesta liderada por Nao Albet, Lina Lambert, Roger Casamajor y Manel Barceló. Llevan su alma hasta el final de la verdad y su cuerpo a la más excéntrica construcción –Y aquí me permito un bravo a Ferran Carvajal (Asesor de movimiento) y otro a Carme Portaceli por su honestidad profesional que la lleva habitualmente a contar con esta figura–. Dos fuerzas aparentemente opuestas que en este caso emulsionan y suben como la espuma. Y este dualismo es la clave de esta propuesta, que ha trabajado el texto para conectarlo con la “verdad” del momento, con injerencias pero sin excesos, a la vez que ha convertido en puro símbolo a unos supuestos personajes naturalistas. A medida que vas conociendo a Cendra, Nataixa, Vassilissa, Banquer… te das cuenta de que todos ellos no son personas, sino personajes.

A medida que transcurre la obra el espacio escénico, tan realista de inicio, coge un vuelo poético inimaginable, dada la precisión mimética de Azorín al reproducir una estación de metro. Pero tanto Azorín como Muñoz con las luces han convertido aquel espacio en una especie de infierno o ciudad fantasma donde nadie esperaría ver pasar ningún tren. Así Els Baixos Fons viaja de la verdad al símbolo, del realismo a la poesía con total comodidad.

Termina la función con un oscuro abrupto. El único oscuro desde que empezó. Esta clarísimo que el show ha terminado y aún así a todos nos cuesta aplaudir. Nos hemos quedado rabiosamente estampados, nuestras cabezas tratan de frenar el torbellino de impresiones y reflexiones que Carme Portaceli –con la ayuda de Gorki (o al revés)– ha despertado durante las dos últimas horas.

Realmente acabamos de presenciar un retrato de nuestra sociedad por más que esto se escribiese hace ciento diez años. Y yo, como Gorki, no me hundo en la mierda; refloto y digo: me alegra escuchar directores que alimentan mi esperanza, actores que me dejan seguir soñando, propuestas escénicas que estimulan mi imaginación.

Yo, igual que los personajes de Gorki, necesito soñar –a pesar de que todos se empeñen en convencerme de que no hay futuro para los jóvenes–. Necesito esperar o desear cosas que den sentido a mi vida.

“L’important dels somnis no és que realitzin, sinó que el camí per a conseguir-los et faci millor persona” (Prtaceli).




Foto: David Ruano

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